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Me he dado cuenta de que desde hace 15 años vivo en una eterna espera.
Esperar.
Esperar una razón, una cara, un perdón, una compensación, un lugar, una palabra, un gesto, una explicación, una justificación.
Esperar.
Esperar a que alguien sea capaz de decirme… “sí, es así”
Pero también me he dado cuenta que ya nadie puede contestarme, pues solo espero a fantasmas.
Y en el fondo quizás sean ellos los que me esperan a mí.
Pero en cualquier caso habré de seguir esperando.


Y es esta eterna espera... la que me hace desesperar



¿Cuántas veces he visto un cuadro, un relieve o cualquier otra representación artística que utiliza este tema iconográfico como ejemplo del sacrificio propio, de la familia, de lo que más te importa?
Abraham se convirtió en un símbolo de la virtud y de la entrega a una creencia, al temor a dios... Las generaciones posteriores lo ensalzaron y alabaron su disposición a sufrir.

Como si solo pudieran ver lo que está ante sus ojos.
¿Nadie pensó en verlo desde el otro punto de vista?

Pues lo cierto es ¿quién iba a serguir queriéndole como padre?

Realmente lo sacrificó... pobre Isaac.
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Cuando tuvo lugar en el s. XIX el desmesurado crecimiento de las ciudades debido a la Revolución Industrial, muchos arquitectos e ingenieros destinaron gran parte de su tiempo a elaborar cuidadas y detalladas teorías urbanísticas.

Que si las calles han de seguir un esquema reticulado para agilizar el desplazamiento, que si las viviendas han de tener un mínimo de metros cuadrados, que si es necesario un sistema de alcantarillado…

Gracias a ello hemos visto nacer barrios geométricos, frías y amplias avenidas que nos adentran en un mundo esbozado con tiralíneas.
Es más salubre, más práctico, más correcto.

¿Pero quién no desea perderse en las tortuosas calles del casco histórico antiguo y disfrutar de la estrechez de las calles que vuelcan sobre tu cabeza macetas con geranios?

A veces el caos es tan... reconfortante.
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Feliz año a todos :)!